miércoles, 16 de marzo de 2005


Un galope de colores, una arco de lujuriosa pendiente mostrando sus intimidades en el cielo. Y la lluvia, y tu cuerpo que se expande, y la desconfianza de la tarde, y los sonidos en mis ojos, y la cadena.

Todavía habitaban mis manos los reclamos furiosos de Fausto, la sonrisa canina de Mefistófeles. Y es que toda la vida cabe en una tarde, ya sea de ausencia o presencia, en una sola.

Quizá esté pensando en tu nombre, es lo de menos que existas.

Ya lo dijo Ernesto Cardenal, “...de nosotros dos tú pierdes más que yo: porque yo podré amar a otras como te amaba a ti, pero a ti no te amarán como te amaba yo.”

Pero no eras tú el motivo esta vez. Ya no serás motivo ni angustia, algún verso quizá.

Agotaré todo lo que queda de ti, abriré mi garganta, sacaré, uno a uno, los versos que dejaste.
Si algo falta, por favor, pídemelo, tendré mis sueños apagados, tal vez la mirada ocupada en otro cuerpo, pero responderé.

Escribo esto a modo de la despedida que no tuvimos, del beso que no llegó.

Terminaré con la última nota de la última hora del último día.

La noche abría las piernas para recibirme.

Wagner, en su cabalgata oscura, no buscaba a Cosima, sino a Isolda.
Siempre la buscó, trató siempre que todos olvidaran a Tristan, la saga era sólo el pretexto.

El tiempo mutilaba sus razones,

yo cabalgando en la potra húmeda de la locura.

Hubo notas de un profundidad altísima, desgarres aéreos, claridades asombrosas, amenazas de fuego. Y al final tú, ahí donde alguna vez desatamos la advertencia del amor, ahí donde la penumbra afectó las lágrimas de nuestros cuerpos, ahí donde tu piel sacrificó todos mis dedos y el espacio era un refugio para la temperatura, ahí, volví a tenerte, ligera, entre los pliegues del aire.


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