jueves, 14 de junio de 2007

No intento el vacío
pertenezco al rumor
al helado silbido de la niebla

aquí tengo mis manos horrendas
mis pupilas espantadas

amarro alambres hermosos a la luna
en la piedra dejo veranos sumergirse

Pertenezco a la lejanía
siempre que la furia
deje sus aullidos en el agua.


14junio2mil6

lunes, 4 de junio de 2007



Batalla contra el cielo


Para Valeria, Adrián y Fabián, que soportaron a las fieras.





Era el mes de mayo en el año 2007, México, la Plaza de la Constitución. A un neoyorkino un tanto extravagante e iconoclasta se le ocurrió hacer una foto con modelos desnudos en el ombligo del país. La convocatoria fue general, no hubo restricciones, apenas la mayoría de edad. Pasó casi un mes entre el llamado y la cita. Los rumores eran inminentes y constantes. Hubo quien condenó la osadía, otros vieron en el intento el pretexto necesario para despojarse de sus prejuicios.
La madrugada del domingo seis de mayo los elegidos acudimos a la reunión de soledades. La respuesta fue masiva y superó las expectativas. Los mexicanos querían demostrar que el arte en México era más que la imagen de un indio sombrerudo o la estampa de Frida Kahlo en bolsas para el mandado. Quizá no lo sabían, la respuesta era también una duda sobre el imaginario nacional. Seis de la mañana: casi veinte mil personas esperan instrucciones sentadas en el perímetro de la plaza. Las advertencias lógicas: cumplan las indicaciones, mantengan la calma, si no saben qué hacer hagan lo que la persona que está frente a ustedes. “Nada de festejos”, y las manos entonando un ritmo que une y desata el orgullo. “Ésta es una batalla contra el sol”, y los cuerpos en franca rebeldía dispuestos al sacrificio solar. Sólo la madrugada era capaz de contener tanta desnudez voluntaria. La noche no era propicia, nos habría conminado al tacto y al deseo.
Al fin la orden. Como un gatillo que se cierra, la voz descompuso el pudor y en un instante el espacio era una sinuosa geografía de colores y esencias. Ninguno de los presentes se acongojó, el cuerpo era la palabra y el aire, la astilla en el ojo y la luna en la respiración. Avanzamos lentamente hacia la plaza, cada uno tomó su lugar en el centro de un bloque. Ya no había distinción entre alegres y furiosos, la gran fiesta había comenzado.
Como para cubrir una parte de su desnudez, la masa coreaba frases y ocurrencias, las alusiones a los sexos eran lo más mesuradas posibles, nadie se atrevió a recibir una respuesta que lo abandonara a la impaciencia de los demás. El humor era una manta que ocultaba las partes más íntimas de los congregados. No faltaron las consignas políticas que referían a los dudosos resultados de la elección en julio de 2006 o las expresiones insidiosas contra las autoridades religiosas en estos tiempos tan pendientes de los aconteceres de la vida nacional.
Comenzó el reto. Realizamos las tres posiciones advertidas, las dos últimas entre el dolor del suelo y la naturaleza del frío. Una más desconcertó a algunos: un saludo a una bandera ausente, una reverencia a la patria lastimera y lastimosa, herida, serena y ubicua.
Antes de la segunda posición, frente a la Catedral surgió una leve onda que se convirtió en ola atravesando la plancha del Zócalo, con ella llegó una música de entusiasmo, estábamos en la feria de los sentidos.




Sólo la madrugada era capaz de contener tanta desnudez
voluntaria. La noche no era propicia, nos habría conminado al tacto y al
deseo.



A los lejos y desde las alturas un ejército de voces y miradas “daban fe” del evento. Un rumor fieras oteando en el horizonte de la civilización. Las fieras eran también los furiosos, las criaturas del rencor, los que ven en la desnudez una ofensa para el cielo. Ellos eran una pared invisible que nosotros habíamos derrumbado.
Cuando avanzamos hacia la calle 20 de noviembre la mañana era ya una gran celebración. El frío había desaparecido del cuerpo, nadie halló rastro de decoro en las miradas que flotaban en la redonda piel de nuestro encuentro. Lo estrecho de la calle nos obligó a sentir al prójimo más cerca, a percibir el aroma de ninfas ocultas tras el amargo sudor masculino.
El regreso fue lento y maravilloso, cada uno en su burbuja de esplendor y magia. Nadie la vio, pero nos imaginamos la imagen de nuestros cuerpos cubriendo el pavimento, la historia, la política, el arte, compitiendo contra la desnudez del sol. Las mujeres —ya separadas de los hombres— también se hicieron escuchar: “Sí al aborto”, “Ni una muerta más”. Ellas, a lo lejos, eran una mujer más grande y etérea, una voz de cinco mil corazones en un cuerpo perfumado por el amanecer.
Al final un río de feminidad fluyendo entre nosotros: una mujer desnuda atravesándonos la mirada. En los hombres que contemplábamos el regreso no apareció el más mínimo piropo albañilesco, las miramos pasar mudos, sorprendidos, con la pupila encendida, festejando la valentía y la libertad.
La energía liberada en la plaza se mantuvo en el aire durante varios minutos. Avanzábamos lentamente, tratando de asir una imagen fiel que se estableciera, sin prisa ni presión, en nuestra conciencia. Porque después de todo el Zócalo de la ciudad de México no volverá a ser el mismo para quienes lo pisamos con pies desnudos. El fotógrafo, indudablemente feliz, caminaba entre sus convocados con la sonrisa de quien ha visto nacer una medusa. Quizá la cámara de Tunick, inconscientemente, busca lo mismo que Dostoievski: encontrar al hombre en el hombre.