lunes, 17 de enero de 2005

La luz y sus callejones homicidas...




Como si yo estuviera fotografiando una sombra en el agua…

Me quedé mirando un pliegue, la huella de una mariposa que hacía mucho no reflejaba colores.
Estábamos en el origen de la luz, en los callejones meridianos de la piedra.
La busqué en las zonas tibias del agua, en los cristales oscuros de la memoria.
Mi cámara, henchida de deseo, no tuvo más que activar el obturador para recoger su aroma, las temperaturas de su cuerpo. El cuarto oscuro que nos envolvía se convirtió en una galaxia de sudores.
Me acerqué con la tibieza del Golfo. Herimos la noche, los vértices de la fijeza. Esa noche derretimos todos los témpanos de la soledad y la distancia.
No era la hechicera de agua que acostumbro, pero cada segmento, cada rincón de mi cuerpo sintió el calor siniestro de su desnudez.

Venimos y volamos.

Mi aullido alcanzó la más aguda nota de placer.

En el aire dejamos los instantes luminosos, los momentos de la caída.
En los territorios del frío retamos el invierno. Nunca supe qué delgada melancolía matizaba mis viajes. Esta ocasión reservé los principales lugares. Toda la intemperie nos pertenecía. Por una noche dominamos la ciudad y sus luces homicidas, las rutas ilegales de la respiración.
Y la ceniza invadió las calles del encuentro.
La felicidad, que por una eternidad habíamos rentado, terminaba.
Regresé a la guarida de los ángeles.
En mis manos sólo quedó la pintura de sus movimientos.



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