martes, 5 de julio de 2005

Hizo cuentos mientras vivió
Alejandro Meneses (1960-2005)

Suspiré en el límite de la eternidad.
A. M.

Como los grandes artistas, Alejandro Meneses murió misteriosamente. Pedir detalles sobre su muerte es tarea necia. Quien era uno de los mejores narradores poblanos abandonó la vida este fin semana en su casa, ahora Casa vacía.
Prefiero hablar de su vida, la herida que provocó su muerte me impide ver con justicia su obra literaria. ¿Cómo hablar de la muerte cuando nos restriega el abrazo de un amigo?
Aunque nació y escribió desde su pueblo Altzayanca, Tlaxcala, era un poblano consumado. Quién sabe qué extraños espacios y momentos ocurren en Puebla que la mayor parte de sus escritores llegan desde otro lugar para quedarse.
Conocía a Meneses hace cinco años, cuando llegué a Puebla. Él coordinaba el taller de cuento en la Sogem, que todavía estaba en la antigua penitenciaría sobre Reforma y la trece sur. Obra y vida me parecieron muy dispares en ese momento. Alejandro no se parecía nada a su personajes. Era absurdo que un hombre pequeño, silencioso, precavido, hubiera podido escribir un libro como Días extraños. Al principio lo imaginé como un rapaz con la ironía y el humor suficientes para burlarse del mundo sin temor a la muerte.
Después comprendí que él era la suma, acaso más, de todos ellos. Fue tal la seducción que los cuentos ejercieron sobre mí que temporalmente dejé mis paso por la poesía para incursionar en el taller que dirigía. Más bien, en las sesiones de vitalidad y duda que Alejandro regalaba. Mi intento fui inútil, tres cuentos estériles y comunes fueron el resultado de mi atrevimiento. Aprendí otra cosa: las reglas de la literatura las impone el escritor, no la historia.
Un día, después una sesión literaria, visité su santuario donde la sacralidad era confirmada por la pureza aparente del vodka Oso negro: La Matraca. Entonces me enteré que aquella cantina disfrazada de restaurante era la oficina privada del lejano autor de cuentos para ciegos.
Su actividad como editor del suplemento Catedral es ejemplar. Era el único que se atrevía a publicar los textos controversiales, las críticas duras y fundamentadas. Porque si algo privilegiaba Alejandro era la crítica. Cuando alguien comenzaba a proferir calumnias y ofensas inútiles lo amenazaba, y casi siempre lo callaba, con un “escribe todo lo que has dicho”.
Siempre me dejó perplejo su desconfianza por la realidad. Era capaz de hacerte dudar de ti mismo, de tu conciencia, de tu respiración. Qué decir de un poema enclenque, de versos bofos, de párrafos inútiles. Cuando en mi pasión juvenil afirmaba algo con categórica soberbia él, con una sonrisa pagana, me desarmaba arteramente: “¿te cae?”

Se está muriendo.
Todos nos miramos a los ojos y sabemos que está muriendo.
Pero ninguno es el primero en admitirlo.
Sería un error. Un error en esta casa.
Mi último encuentro memorable con él fue en marzo, con el pretexto de hacerle una entrevista lo visité en su casa. Bebimos vodka, platicamos sobre el amor, la vida, actividades mayores para él. Antes de que el alcohol empezara a propagar sus efectos decidí que debíamos iniciar. Le pregunté sobre sus actividades cotidianas: “Primero que nada, me despierto tarde, luego están mis hijas, luego mis amigos, a veces, pero sólo a veces, pensar un poco y, por ultimo, escribir. La escritura viene siempre al final, si no hay nada antes, ¿sobre qué se va a escribir?”
Esos días anduvo con una espina en la cabeza. “¿Existe una ecuación del alma? Si la energía puede ser obtenida mediante una ecuación, ¿por qué todavía no hallamos una ecuación del alma?”
Esa noche, a pesar de mis precauciones, terminé vomitando de rodillas afuera de su casa.
Ayer, cuando me avisaron de su muerte, sentí el mismo asco, la misma voluntad nulificada por algo ajeno a nosotros que, a fuerza de su magnitud, termina destruyéndonos.
Siempre dejamos pendientes con aquellos que se nos adelantan. Alejandro dejó pendiente conmigo un curso de rock. Yo espero haberle expresado mi admiración y agradecimiento a buena hora.

Ahora se ha ido, con rumbo indefinido, irremediable.
Decidí llorar pero, como nadie me observaba, pensé que me vería ridículo.

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